El ritual del alcaucil y la lección de autenticidad de Fonda San Miguel
En una era dominada por la inmediatez, pocas verduras exigen tanta dedicación y ofrecen una recompensa tan singular como el alcaucil. Este vegetal de estación suele presentarse como un verdadero enigma para quienes no están familiarizados con sus secretos, pero descifrar su preparación es la puerta de entrada a una experiencia culinaria superior. La clave para disfrutarlo, tanto sus hojas como su tierno corazón, radica en una preparación meticulosa que no admite atajos. Antes de llevarlos a la olla, es fundamental un trabajo previo: con una tijera de cocina se deben recortar las puntas espinosas de las hojas, un paso que, aunque estético —dado que el calor ablanda las espinas—, facilita enormemente la manipulación posterior.
Secretos de una cocción perfecta
El proceso continúa con el corte de la parte superior, aproximadamente a dos centímetros y medio de la punta, preferiblemente con un cuchillo de pan, y la eliminación de las hojas pequeñas de la base y el exceso de tallo. Aunque algunos descartan los tallos por su amargor, los conocedores saben que su núcleo tiene un sabor muy similar al codiciado corazón. Tras un buen lavado bajo agua fría, abriendo las hojas para limpiar el interior, los alcauciles deben sumergirse en una olla amplia con agua, dientes de ajo, laurel y una rodaja de limón. La cocción a fuego lento, tras el primer hervor, dura entre 25 y 35 minutos. El punto justo se sabe cuando las hojas exteriores se desprenden sin resistencia. Ya sea tibios —su mejor versión— o fríos, se convierten en el vehículo ideal para un dip de manteca, mayonesa con hierbas o simplemente jugo de limón.
Una experiencia sensorial completa
Comer un alcaucil es un acto casi ceremonial. Se debe retirar hoja por hoja, sumergir el extremo carnoso y blanco en la salsa elegida y raspar la pulpa con los dientes, con la hoja invertida para que las papilas gustativas de la lengua capten todo el sabor. Al llegar al centro, donde asoman las hojas violáceas, se retira la parte peluda no comestible conocida como el “ahogo”. Lo que queda es el premio mayor: el corazón, limpio y tierno, listo para ser troceado y disfrutado. Esta filosofía de respetar el ingrediente y dedicarle el tiempo necesario nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre aquellos lugares que han hecho de la paciencia y la autenticidad su bandera, tal como ocurre con una institución gastronómica en Texas que cambió las reglas del juego.
Medio siglo de resistencia culinaria
Así como el alcaucil requiere educación para ser apreciado, el restaurante Fonda San Miguel tuvo que educar el paladar de sus comensales. Mientras que otros locales emblemáticos de la clase inaugural de 2021 —como Matt’s El Rancho o Dirty Martin’s— comenzaron de manera modesta y se mantuvieron en el carril de la comida informal, Fonda San Miguel nació con ambiciones mucho más grandes. Fundado por Tom Gilliland, un aficionado a la cultura mexicana, y su amigo, el fallecido chef Miguel Ravago, el restaurante se erigió sobre un sueño complejo en West North Loop Boulevard. Con un diseño impecable y repleto de arte vibrante, el lugar no escatimó en presentar una propuesta audaz que se alejaba de lo conocido.
Más allá del Tex-Mex: la verdadera identidad regional
El objetivo de Ravago y Gilliland era claro pero arriesgado: introducir a los comensales en las cocinas regionales de Puebla, Oaxaca, Veracruz y Yucatán. Esto implicaba servir platos como cochinita pibil, moles complejos y chiles rellenos, rompiendo con la hegemonía del Tex-Mex simplista al que el público local estaba acostumbrado. En sus inicios, su compromiso con la autenticidad fue tal que incluso se negaron a servir los clásicos chips con salsa, aunque eventualmente tuvieron que ceder ante la realidad económica del mercado. Sin embargo, mantuvieron su esencia importando ingredientes genuinos y cultivando su propia huerta para evitar sustituciones, al igual que la autora de libros de cocina Diana Kennedy, rechazando los atajos en favor de la calidad.
Un legado de innovación y tradición
Fonda San Miguel fue pionero en múltiples frentes dentro de un mundo culinario que hoy está obsesionado con la “cocina mexicana moderna”. Es difícil imaginarlo ahora, pero hubo un tiempo en que incluso los autoproclamados amantes de la comida mexicana desconocían qué eran el huitlacoche o la hoja santa. Ravago y Gilliland no solo cocinaron; enseñaron. Al igual que el proceso de llegar al corazón del alcaucil requiere paciencia y técnica para descubrir su verdadero sabor, Fonda San Miguel demostró que la verdadera gastronomía requiere tiempo, respeto por el origen y una negativa rotunda a conformarse con lo fácil.
