Sabores de dos mundos: la contundencia del locro criollo y la frescura de la herencia italiana

En el vasto universo de nuestra gastronomía, existen platos que funcionan como un ancla a nuestras raíces y otros que celebran la influencia inmigrante con una sofisticación moderna. Para todas las fechas patrias, el llamado del folclore es ineludible y el locro se presenta como la opción indiscutible. Es una comida típicamente argentina, con ADN norteño, que adoramos consumir tanto en los festejos nacionales como cuando el clima invernal nos obliga a buscar refugio en un plato caliente. Aunque algunos valientes se animan a comerlo en verano, la realidad es que se trata de un guiso tan suculento, calórico y nutritivo —de rechupete, diríamos en la mesa familiar— que disfrutarlo en un día frío reconforta el alma y prepara el cuerpo para una siesta que promete ser la mejor de tu vida.

El ritual de la olla de barro y la paciencia

Preparar un locro no es para ansiosos; es un guiso completo y complejo que demanda concentración. Si tenés una olla de barro, es el momento de sacarla de la estantería porque es ahí donde sucede la magia. La receta infalible para un locro bien pulsudo requiere ingredientes nobles: 4,5 kilos de zapallo para lograr ese color naranja y la cremosidad justa, maíz blanco pisado, porotos pallares y un desfile de carnes que incluye chorizo colorado, chorizo de cerdo, chuleta de jamón, tapa de asado y panceta salada. La preparación comienza la noche anterior con el remojo de las legumbres y continúa con el blanqueado de los embutidos para desgrasar. Luego, todo se une en una cocción lenta donde el zapallo se deshace para espesar el caldo, coronándose al final con esa salsa picante de grasa, verdeo y ají molido que llamamos “quiquirimichi” o simplemente salsita, honrando así a la Pachamama con cada cucharada.

Un contrapunto fresco y sofisticado

Sin embargo, la cocina no vive solo de guisos pesados y, a veces, el paladar pide un respiro, una pausa fresca que nos remita a la otra gran pata de nuestra cultura: la herencia italiana. Así como el locro nos ancla a la tierra, la chef Nancy Silverton propone una ensalada de kale con ricotta salata, piñones y anchoas que es un ejemplo magistral de equilibrio. Este plato funciona como el contrapunto perfecto, ideal para quienes buscan sabores definidos pero con una ligereza que el locro no permite. La clave de esta ensalada radica en el uso del kale toscano, también conocido como cavolo nero o “kale dinosaurio”. A diferencia de otras variedades, sus hojas rugosas de color verde azulado oscuro son mucho más tiernas y poseen un sabor terroso, suave y hasta un poco dulce, lo que lo convierte en la opción ideal para consumirlo crudo.

El secreto de los ingredientes y el aderezo

La composición de esta ensalada es una clase de química culinaria. Uno de los puntos altos es el uso de anchoas blancas marinadas, o alici, en lugar de las clásicas anchoas marrones. La diferencia es abismal: mientras que las marrones son curadas en sal y tienen ese sabor intenso y punzante, las blancas se curan en vinagre, conservando su color natural y ofreciendo un perfil mucho más suave y dulce. Para el armado, el tostado de los piñones requiere una vigilancia extrema; al ser tan pequeños y ricos en aceites, pasan de un dorado perfecto a estar quemados en cuestión de segundos, por lo que hay que guiarse por el olfato más que por el reloj. El aderezo es otra genialidad: una vinagreta que combina echalote picado, ralladura y jugo de limón, vinagre de champaña (o vino blanco), ajo rallado y una pizca de ají molido, emulsionado con un buen aceite de oliva extra virgen.

El montaje final y la experiencia en el plato

Lo que distingue a esta preparación es la técnica de Nancy para integrar los sabores. No se trata solo de tirar el aderezo sobre las hojas; el secreto está en mezclar una parte del queso ricotta salata rallado directamente dentro de la vinagreta, asegurando que cada bocado tenga ese toque salado y cremoso. Al momento de servir, se recomienda masajear el kale con la mitad del aderezo y luego armar el plato por capas en una fuente. Se coloca una base de verdes y se esparce el resto del queso, las anchoas blancas y los piñones tostados, repitiendo el proceso para que los ingredientes no se pierdan en el fondo. El resultado es una ensalada con texturas crujientes, acidez brillante y profundidad salada, que marida a la perfección con un Pinot Grigio del norte de Italia, bien frío y cítrico, cerrando así un círculo gastronómico que viaja desde la tradición andina hasta la frescura mediterránea.